viernes, 7 de abril de 2017

ORACIÓN A NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES

Oh María siempre Virgen, augustísima Soberana y Reina de los Mártires, ninguna mente humana puede concebir, ni lengua humana expresar la inmensidad del dolor que llenó vuestro Corazón de amargura y bañó de lágrimas vuestra Faz, durante la Pasión y Muerte de vuestro amadísimo Hijo Jesús. Después de su despedida, cuando partió de Vos para ir al Sacrificio, llegó esa amarga noche cuando en espíritu Le contemplasteis sudando sangre en el Huerto, aprehendido, torturado en mil maneras, y apresado como un malechor. Y cuando vino la mañana, Vos le visteis conducido de tribunal en tribunal, igualado con, y de hecho, pospuesto a Barrabás, tomado por loco, cruelmente azotado y coronado con agudas espinas.
 
Vos habeis escuchado la sentencia de Su condenación y los ecos de las trompetas. Vos le seguisteis cuando cargó la Cruz sobre sus hombros lacerados, cayó al suelo, y recibió nuevas llagas de sus caídas. Vos Le visteis en esa Calle de la Amargura, incapaz de veros por los escupitajos, la sangre y las lágrimas que cubrían sus divinos Ojos. Vos estuvisteis presente allí cuando los verdugos perforaron sus Manos y Pies con grandes clavos, Le levantaron en la Cruz entre dos ladrones, y vuestros vestidos fueron salpicados con su Preciosísima Sangre.
 
Vos escuchasteis sus Siete Palabras en la Cruz, que como siete saetas traspasaron vuestro compasivo Corazón; en especial aquella por la que Él os dio a Juan, y en su persona a todos los hombres como hijos vuestros en Su lugar. Vos fuisteis testigo de la crueldad de sus enemigos cuando, por la sed, a Él le dieron hiel y vinagre para beber. Vos estuvisteis ante Él en las últimas angustias de sus tres horas de agonía; y cuando, inclinando la cabeza, entregó su espíritu, vuestra Alma también pareció salir de vuestro cuerpo. Mas, como si no Lo hubieran insultado bastante, visteis cómo un impío soldado, después de su Muerte, perforó con una lanza su Sagrado y amantísimo Corazón.
 
Todas las heridas de vuestro Corazón fueron reabiertas cuando, recibiendo en vuestros brazos su inerte Cuerpo, pudisteis contar las innúmeras llagas y cicatrices con las que fue cubierto, y desconsolada, las bañasteis con ardientes lágrimas. Y ahora vuestra desolación llegó a su máximo cuando, después de dejarlo en el Sepulcro, retornasteis sola y devastada a Jerusalén, y allí en vuestra soledad nuevamente, una a una, recorristeis las tristes escenas de sus tormentos y Muerte.
 
¿A qué podré compararos, oh Madre Dolorosísima? ¿Con qué he de igualaros, para que os consoléis, ¡oh Virgen Hija de Sion!? Porque de hecho grande como el mar es vuestra destrucción, ¿y quién podrá sanaros? Yo deseo, oh Madre afligida, desearía poder llorar con Vos en estos vuestros crudelísimos sufrimientos, con lágrimas de sangre para borrar mis iniquidades, que fueron la desdichada causa de la angustia y desolación de vuestra Alma. Os suplico, Virgen compasivísima, por los tormentos de vuestro Divino Hijo y por estos vuestros amargos Dolores, me obtengáis la gracia de odiar el pecado, de comenzar a ser vuestro siervo devoto, y consolaros con una vida santa. Dignaos también asistirme en todas mis necesidades, tanto espirituales como temporales; pero, sobre todo, permaneced conmigo en la hora de mi muerte, para que por vuestra poderosa protección, pueda obtener el fruto de tan grandes sufrimientos, y bendecir a mi amante Salvador y a Vos misma, mi Madre Dolorosa, con eterna gratitud en el Reino Celestial. Amén.

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